En cualquier caso, el líder del movimiento terrorista se ha sumado así a la misma retórica necrofílica de la que tanto la Jihad islámica como Hamás –pese a que hoy mismo buscaban un alto el fuego con Israel en Egipto, al objeto de poner fin al bloqueo de Gaza- hacen gala cuando hablan del “ente sionista”, sea ante su público o en sus tiernas declaraciones a la prensa. Con todo, quizá la lengua de Nasralá sería un poco menos montaraz si papá Irán no anduviera por medio afirmando, desde hace más tiempo, las mismas cosas. Porque es aquí donde es menester buscar la raíz de todas las baladronadas, y de muchas otras cosas más, incluida la existencia de esa rica gama de embajadores del terror –aunque no sean sus exclusivos monopolistas-, dado que Siria, la otra fuente posible, sólo muestra aires de superpotencia a la hora de desestabilizar Líbano.
Irán, en efecto, tiene abiertos tres frentes con la sociedad internacional: contra los antagonistas de la zona musulmana, como Turquía o Arabia Saudí; contra Occidente en general, que es su modo de designar al Gran Satán, Estados Unidos, y al Pequeño Satán, Europa (este último título no es iraní, sino mío, pero no he inscrito la patente, por lo que, en lo sucesivo, le permito al gobierno iraní su libre uso); y, por último, contra esa abominable síntesis de las dos –condensación del mal satánico occidental en plena zona musulmana- que es el Estado de Israel. La posesión del arma nuclear pondría a disposición de su voluntad jugar o no esas bazas, desde la lucha por la hegemonía en la zona contra antiguos y nuevos enemigos, pasando por sacar a relucir el espíritu justiciero que anima a ese llanero solitario de la historia que es su actual presidente, hasta operarse políticamente de hemorroides y sacarse de una vez por todas ese grano llamado Israel de ya saben ustedes dónde.
Naturalmente, añado, no hay por qué preocuparse por eso, pues según las declaraciones de la dirigencia iraní ellos quieren mucha energía nuclear para seguir modernizándose como manda El Corán, y con la que les sobre harán buñuelos o, quizá, pistachos nucleares, pero en ningún caso bombas atómicas. O sea, que todos los frentes recién señalados son en verdad de mentirijillas. Lástima que de este modo nos perdamos saber si Ahmadinejad iba de farol o no cuando, poco después de su elección, se deshizo en elogios del martirio, aunque también es cierto que, personalmente, no tengo ninguna curiosidad de comprobar si la cosa iba también con él o es uno de esos que, como en la canción de Brassens, predica lo bonito de morir por las ideas por cien años al menos: prefiero que siga martirizando a los demás con sus bravuconadas permanentes.
Con todo, es menester tomarse al bufón como se toma él a sí mismo, es decir, en serio. Y por ello, prescindiendo aquí de si está o no practicando su religión cuando amenaza, para lo que un buen multiculturalista occidental sabrá encontrar sin duda la oportuna disculpa, conviene preguntarse si la sociedad internacional tiene establecido un nivel máximo de violencia verbal –hay ya demasiados casos computados a los que a la palabra mata pronunciada por una cierta autoridad siguen sin solución de continuidad una bala o una bomba y una o más personas que mueren- que airear impunemente, y si el mandatario iraní, en tal caso, lo ha sobrepasado incluso con creces.
La respuesta es desde luego afirmativa en ambos casos, y el endurecimiento de las sanciones propuesto por los cinco miembros del Consejo de Seguridad -a los que se ha unido Alemania tras la entrevista entre su canciller, Angela Merkel, y el primer ministro israelí Olmert en Berlín los días 11 y 12 de febrero-, constituye la oportuna respuesta de Naciones Unidas al país cuyo gobierno se obstina en amenazar con destruir a Israel mediante el uso de la fuerza. Oportuna además de esperanzadora, porque quizá lo más importante de esta tercera resolución, como en las dos anteriores, es que ha sido aprobada por unanimidad, es decir, también por Rusia y China, pese a los intereses creados que cada una mantiene con la teocracia iraní y pese a los intereses encontrados que les enfrentan a los demás miembros del Consejo.
Aun así, no conviene bajar ni un instante la guardia, pues el camino por recorrer está aún mucho más erizado de obstáculos que el camino recorrido, pues las señales llegadas de Irán en su reacción contra las sanciones dan buena prueba de ello. Echemos un vistazo a algunas de ellas.
Los 11 de febrero, se sabe, en Irán toca desfile, pues aunque no todos los años se eche a un shà, al de antes sí lo echaron ese día hace 29 años, y por lo visto todavía se acuerdan; y para que se hagan una idea cabal de lo nerviosito que ha puesto al ex alcalde de Teherán las sanciones aludidas, aquí tienen una muestra: las calificó de “trozos de papel”, para acto seguido reafirmar “que el pueblo iraní no cederá ni un milímetro de su derecho a la energía nuclear”. Pero también hubo repartos de tarta para consumo interno, que tienen que ver con ese fantástico derecho: “en la cuestión nuclear algunos han tomado contacto con el enemigo (…) Pero no podrán escapar a las garras de la justicia” [el subrayado es mío, pues queda ahí retratada la imagen que se hace este gentleman iraní de la justicia].
La ocasión era también ideal para plantar cara a los numerosos frentes internos que se le están abriendo a la actual élite dirigente, traducidos recientemente en amplias manifestaciones antigubernamentales. ¿Sus causas? De los 7.000 candidatos reformistas a las elecciones parlamentarias del próximo mes, unos 2.400 han sido rechazados por motivos tan peregrinos como arbitrarios, como por ejemplo carecer de “plena fe” en el Islam y en la República Islámica, o por no ser “totalmente” fieles a la Constitución y a la preeminencia allí establecida de la religión sobre la política. ¿Qué estará haciendo con estas medidas el primer ministro, religión o política? También se ha asistido a una declaración inédita: la del nieto de Jomeini condenando la militarización en curso del régimen.
Súmese a todo esto la situación actual, en un ordenamiento de por sí vejatorio, de algunos derechos humanos elementales, que ha obligado a la máxima autoridad judicial a emanar un decreto –uno más de una larga serie, lo que de suyo es testigo de la tensión entre la justicia y el gobierno- por el que se prohíbe detener a sospechosos sin cargos, una práctica habitual de los servicios de inteligencia, y de los que son víctimas perennes ciertos representantes de las minorías de la oposición.
Súmense asimismo los cambios en algunos puestos clave de la cúpula político-militar, que no se deben precisamente a “rivalidades políticas rutinarias” y que no se limitan a cambiar los perros dejándoles intactos los collares. Porque la dimisión de Alí Larijani -como señalara Omid Memarian en un artículo publicado a finales de octubre del pasado año en openDemocracy, y al que pertenece el texto entrecomillado-, que sigue a la del comandante en jefe de los Guardias de la Revolución, es la de uno de los rivales, antiguos y potenciales, del actual Presidente iraní, y estrechamente vinculado a la suprema autoridad del país, el ayatolá Jamenei, quien, por cierto, ha debido consentir la dimisión, pues no hay nadie que dimita en Irán sin su consentimiento y que no siga en su cargo después de dimitir.
Todo ese conjunto de señales apunta, con mayor o menor intensidad, hacia una misma dirección: la de una mayor concentración de un poder que se hace así aún más autoritario de lo que por naturaleza es. Y esa reorganización de la élite gubernamental, que le lleva a cerrar filas en torno a su presidente, indica por otro lado que en Irán el escenario de una guerra contra Estados Unidos entra no sólo en el mundo de lo posible, sino aún más: en el mundo de lo probable. De hecho, el supuesto con el que actúa dicha élite es que habrá enfrentamiento con independencia de cuál sea el fallo emitido por la AIEA acerca de la carrera nuclear iraní.
Ese aumento de la tensión derivado del parti pris adoptado por el Gobierno de Irán sugiere, de una parte, que todavía hay vida para la esperanza porque se mantiene abierto un espacio para la diplomacia; de otra, que aun cuando la sociedad internacional debe impedir a toda costa que Irán llegue a fabricar la bomba nuclear, también le incumbe, a toda ella y no sólo a Estados Unidos, una altísima responsabilidad política en su relación con el irresponsable gobierno iraní, al objeto de hacerle comprender que será más fuerte y estará más seguro cuanto menor sea la capacidad destructora de su energía nuclear. Si se consigue poner en marcha esa política, además, es posible que esté cercano el día en el que la Humanidad respire un poco más aliviada porque se haya dejado de amenazar con destruir Israel.
Fuente: El Mercurio Digital