Entre ambos pueblos, el judío y el palestino, España siempre ha optado por el segundo, cuyos dirigentes, empezando por Arafat, han coqueteado y abrazado siempre la violencia, han incurrido a la primera de cambio en la corrupción y nunca han sentido afán de servicio por el pueblo palestino. Éste es el caso de Hamás, la organización terrorista que gobierna ahora en precario Gaza, que rompió unilateralmente la tregua con Jerusalem y que lleva meses lanzando cohetes sobre suelo israelí. El ideario de esta organización contempla la destrucción total y completa de Israel y el establecimiento de un régimen islámico en la zona. No es un monstruo con el que se pueda hablar sino una organización a la que hay que derrotar por completo -como ETA-, porque está hecha de la misma madera de los que derribaron las Torres Gemelas, causaron 200 muertos en la estación de Atocha de Madrid, o casi cien en el metro de Londres: el fanatismo musulmán.
De modo que Israel, que es el único país del mundo al que se le exige permanentemente justificar su propia existencia, y también el único del planeta que ha aguantado tanto tiempo, acosada buena parte de su población por cohetes enemigos, ha dicho basta. Ha emprendido una acción que, según juzga la mayoría de la prensa mundial es feroz, o desproporcionada. No me encontrarán entre éstos señores, todos ellos muy respetables. Prefiero estar al lado de Henry Lévy, Glucksman o Juaristi, por citar unos pocos de los escasos disidentes. Algún querido compañero, al que admiro profundamente, opina que se puede llamar crimen de Estado a lo que está haciendo Israel, pues bombardea una población indefensa, utiliza tanques y misiles indiscriminadamente contra civiles o impide el suministro de alimentos y medicinas a millón y medio de personas. Sería un juicio plausible si las premisas fueran ciertas. Pero es que todas son falsas. Los bombardeos han sido selectivos y perfectamente diseñados contra objetivos militares; antes de los mismos, el ejército judío ha avisado previamente a los habitantes cercanos a las zonas elegidas a fin de que las evacuaran, y la ayuda humanitaria ha seguido produciéndose. Esto no ha impedido las dolorosas y ofensivas imágenes de civiles muertos, sobre todo de los niños. Y bien, ¿cómo se podría evitar tal posibilidad?
Mis amigos, y otros que no lo son, los siniestros intelectuales del régimen -los Bardem, la Regás, la Ordóñez, la Forqué, la Sampietro, y los cineastas alimentados por el canon digital y las subvenciones públicas-, que han firmado un manifiesto acusando a Israel de ejercer el terrorismo de Estado, responderán: pues prescindiendo de los ataques. Pero esta posibilidad es sencillamente inaceptable para Israel -y quienes apoyamos su determinación-. Supondría hacerse el hara kiri como pueblo, renunciar a la legítima defensa y castigar a un enemigo indiscutiblemente culpable. Equivaldría también a respaldar a los terroristas, que han provocado largamente la guerra a sabiendas de que, inevitablemente, provocaría víctimas civiles pero con la esperanza de que la opinión pública internacional reaccionase como lo está haciendo, deslegitimando a Israel.
Me parece un gran error. Creo que la comunidad internacional, que anda entre el aspaviento y el frenesí promoviendo el alto el fuego porque, al parecer, el sufrimiento del pueblo palestino le resulta más insoportable que el del pueblo judío, o el de los negros africanos de los Grandes Lagos, debería conjurarse para la derrota de Hamás. Ésta liberaría al pueblo palestino de los terroristas que lo dirigen, que han gastado en armas la ingente ayuda internacional recibida, favorecería el moderantismo islámico y pararía los pies a Irán. Ganaríamos todos tomando partido por Israel.
Fuente: Diario Expansión (España)