El antisemitismo en el mundo hispánico no es un fenómeno reciente. Se remonta al período durante el cual, mal que bien, coexistieron por varios siglos las tres religiones monoteístas en la península ibérica: el cristianismo, el judaísmo y el Islam. Esta convivencia se vino abajo con La Reconquista, cuando los Reyes Católicos consolidaron la presencia católica y abortaron del territorio nacional (en efecto, España se convierte en una nación en esta época) a las otras dos minorías. Los judíos, a través de un edicto, fueron expulsados en 1492.
Para entonces, la presencia del Santo Oficio era ineludible. Lo fue también en América Latina, donde la Inquisición estableció sucursales. Desde entonces, la presencia judía en la región es vista con sospecha.
El antisemitismo propagado por Chávez tiene dos fuentes: por un lado, es parte de su retórica anticapitalista; y por el otro, le sirve para manifestar su apoyo a Irán, Irak y los palestinos en el conflicto de Medio Oriente. En discursos, y a través de la radio y TV, la ola de odio auspiciada por el dictador venezolano promueve una visión estereotipada del judío como usurero y prestamista que hace tiempo que el mundo occidental ha superado (aunque siga mostrando sus tentáculos en Rusia, el mundo árabe y otras regiones). Igualmente, el tirano pinta a Israel como una fuerza opresora y a los judíos del país como sus agentes en Sudamérica. La pequeña comunidad judía venezolana es vulnerable a esta verborrea.
No hay excusa para que el caudillo Chávez señale a la minoría judía como un parásito: sus raíces y amor por el país son profundos como los del resto de la ciudadanía. La intolerancia es una de las formas de la cobardía.
Por Ilan Stavans, titular de la cátedra Lewis-Sebring en Amherst College.
Fuente: La Prensa