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Golda Meir: «La paz llegará, cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros»



Durante cinco años, Golda Meir fue Primera Ministra de Israel. La ambición que manifestaba con frecuencia era ver que Israel fuese aceptada por sus vecinos árabes y vivir en paz. Lo buscó con firmeza y determinación, pero falló en alcanzar estas metas. “Decimos ‘paz’ y el eco que viene del otro lado es ‘guerra’”, se lamentó cierta vez. “No queremos guerras aunque las ganemos”.

Su destino era estar al frente del Gobierno cuando las fuerzas de Egipto y Siria atacaron Israel en octubre de 1973, en una costosa guerra que Israel casi perdió antes de que pudiera movilizarse y luchar hasta un punto inconcluso, en el cual ambas partes proclamarían su tenue victoria.

“Nosotros no nos regocijamos de las victorias”, dijo ella. “Nos regocijamos cuando un nuevo tipo de algodón crece y cuando los fresnos florecen en Israel”.

Golda Mabovitch nació el 3 de mayo de 1898 en Kiev, en el Imperio Ruso. Su primer recuerdo era el de su padre clavando tablones sobre la puerta de su casa, en medio de rumores de que un pogromo era inminente. “Si se necesita alguna explicación para la dirección que mi vida ha tomado”, diría años después, “tal vez es el deseo y la determinación de salvar a niños judíos de una escena y una experiencia similar”.

En 1906, la familia emigró a Milwaukee (Estados Unidos), donde el padre de Golda había pasado tres años preparando el camino. Cuando pudo conseguir empleo, trabajó como carpintero y su esposa abrió una pequeña tienda de comestibles, que le hizo imposible la vida a Golda. Desde los ocho años, Golda tuvo que atender la tienda cada mañana mientras su madre estaba en el mercado, comprando suministros. La niña llegaba tarde al colegio todos los días, habiendo llorado durante todo el camino.

A los once años organizó su primer mítin y dio su primer discurso a fin de recaudar fondos para adquirir textos escolares. Tiempo después, su madre la obligó a que abandonara la idea de la secundaria y pasara sus días trabajando en el almacén y se casara con un hombre mucho mayor que ella, el señor Goodstein. A los catorce años, Golda huyó a casa de su hermana Sheyna, en Denver, donde conocería a su futuro esposo, un amable y erudito pintor de señales llamado Morris Myerson, también proveniente de Rusia.

Golda lo presionó para ir a Palestina y, cuando él accedió, en 1917, se casaron. Se fueron en 1921, en un viaje que incluyó un motín y en el que estuvieron próximos a morir de hambre. Ella había aprendido mucho sobre la libertad en Norteamérica y amaba su país de adopción, pero nunca tuvo un momento de nostalgia por él.

Golda y Morris Myerson aplicaron para unirse al kibutz Merhavia. Allí, ella trabajó hasta el cansancio cosechando almendras, plantando árboles y cuidando pollos. “El kibutz me hizo una experta en la cría de pollos”, dijo. “Antes tenía miedo de estar en una habitación con uno de ellos”.

Cuando su marido ya no pudo soportar la vida comunal, ella accedió a dejar el kibutz. Se mudaron pronto a Tel Aviv y, luego, a Jerusalén, donde Golda Myerson dio a luz un niño, Menachem, y una niña, Sarah, dotándolos del inalienable derecho de compartir la pobreza de la familia. Todos los días, la señora Myerson pasaba horas lavando para el parvulario al que asistía Menachem, a fin de pagar la matrícula. “¿Esto es todo lo que hay?”, se preguntaba. “¿Pobreza, trabajo pesado y preocupaciones?”.

En 1928 se convirtió en secretaria del Consejo Laboral Femenino de la Histadrut, lo que significaba supervisar el entrenamiento vocacional de las niñas inmigrantes. Su matrimonio se estaba deshaciendo, y aceptar el trabajo, el cual requería viajar frecuentemente, equivalió a reconocer la ruptura. Se mudó con los niños a un pequeño departamento en Tel Aviv y por años durmió en el sofá de la sala. Su esposo murió en 1951.

Golda viajaba a menudo para recaudar fondos y una mujer le reprochó por no hablar con suficiente sentimentalismo para hacer que las mujeres del público lloraran. Las lágrimas eran útiles en la recaudación de dinero. “Las lágrimas no tienen que ser provocadas por nadie en el movimiento sionista”, replicó ella. “Dios sabe que siempre hay suficientes cosas por las cuales llorar”.

El 14 de mayo de 1948, ella fue una de los veinticinco firmantes de la Declaración de Independencia de Israel. “Luego de firmar, lloré”, dijo. “De niña, cuando estudiaba Historia Americana y leía sobre quienes firmaron la Declaración de Independencia, no podía imaginar que eran personas reales haciendo algo real. Y allí estaba yo, sentada, firmando una Declaración de Independencia”.

“La señora Meir ingresó al Parlamento israelí en 1949, permaneciendo hasta 1974. Entre 1949 y 1956, años de una severa dificultad económica, fue ministra del Trabajo. Cuando el Gabinete estaba tratando de lidiar con una serie de asaltos a mujeres, un ministro sugirió que no hubiera mujeres en las calles después de que oscureciera. La ministra del Trabajo protestó: ‘Los hombres están atacando a las mujeres, no al revés. Si va a haber un toque de queda, dejen encerrados a los hombres, no a las mujeres’”.

La gente le preguntaba a menudo a la señora Meir si se sentía en desventaja por ser una mujer ministro. “No lo sé”, replicaba ella. “Nunca he intentado ser un hombre”.

En 1956 se convirtió en canciller, sucediendo a Moshe Sharett y bajo las órdenes del Primer Ministro Ben Gurión, un hombre de ideas fuertes y voluntad poderosa —fue él quien persuadió a Golda Myerston de que cambiara su apellido—, de quien se dice que llegó a referirse a ella como “el único hombre en su Gabinete”.

Como canciller trabajaba dieciocho horas diarias. Luego de dos años, su jefe de Gabinete le sugirió que tomara unas vacaciones. “¿Por qué?”, dijo ella. “¿Cree que estoy cansada?”. “No”, dijo él, “pero yo sí lo estoy”. “Entonces tome usted unas vacaciones”, replicó ella.

Pero, en 1965, tras muchas enfermedades y el cansancio acumulado de años de trabajo incesante, Golda renunció al Gabinete. “No iré a un convento político”, aseguró al rechazar una oferta para ser Primera Ministra suplente, basándose en que era mejor ser una abuela a tiempo completo que una ministra de medio tiempo. Se mudó de su enorme residencia de canciller y regresó a su rutina de limpiar, cocinar, planchar e ir de compras. Los conductores de autobús solían hacer paradas no programadas para dejarla cerca de su casa, o se desviaban para recogerla justo en la puerta.

En Israel se desarrollaba un creciente debate sobre cómo alcanzar un entendimiento —y la paz— con los árabes. La señora Meir indicó que Israel tenía palomas y halcones, pero ella no había hallado a nadie que quisiera convertirse en una paloma de arcilla. Cuando las fuerzas extranjeras presionaron a Israel para que regresara a sus fronteras previas a 1967, ella replicó que la guerra había comenzado con esas líneas.

Los críticos argumentaron que ella falló en entender a los palestinos, e incluso, en reconocerlos como una entidad nacional, y que fue de todo menos simpática con sus deseos justos de reconocimiento y territorio. “¿Los árabes necesitan otra tierra?”, se preguntó. “Ellos ya tienen catorce. Nosotros sólo tenemos una”.

La señora Meir tuvo muchos momentos amargos y encuentros difíciles, pero pocos fueron menos exasperantes que su entrevista con el canciller Bruno Kreisky, de Austria, cuyo pasado era judío, pero había accedido a una petición árabe para que un campo de tránsito austriaco para judíos soviéticos que migraban a Israel fuera cerrado. Ella no pudo convencerlo para que cambiara de opinión y nunca se lo perdonó.

La mayor crisis en sus años como Primera Ministra vino con la guerra, en octubre de 1973. Aunque presentía que Egipto y Siria podían estar planeando un ataque, aceptó las garantías de sus líderes militares y aplazó la movilización de las reservas. “Viviré con ese terrible conocimiento por el resto de mi vida”, escribió en su autobiografía.

En los primeros días de la guerra, con las fuerzas israelíes desbordadas por unos números y una potencia de fuego superior, la señora Meir vivió interminables horas de aprehensión y cansancio. “Ni siquiera podía llorar cuando estaba sola”, escribiría luego. Finalmente, cuando Egipto y Siria enfrentaron la derrota, los rusos, tal como lo habían hecho el 1967, exigieron un alto al fuego, al cual accedieron las Naciones Unidas.

Cuando Golda Meir dejó su cargo, el 4 de junio de 1974, tenía setenta y seis años, pero aún no estaba preparada para enclaustrarse, así que siguió diciendo lo que pensaba. Durante una charla en Princeton, un estudiante le preguntó, en referencia al líder guerrillero palestino Yasser Arafat: “¿Y si Arafat ofreciera reconocer Israel?”. La idea parecía tan absurda que la señora Meir replicó: “Hay un dicho en yidish: ‘Si mi abuela hubiera tenido ruedas, habría sido un tranvía’”.

Obituario publicado por el New York Times el 9 de diciembre de 1978


 
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