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Israel en el índice Nasdaq (por Valentí Puig)



Mucho ha ocurrido desde que Ben Gurion declarara la independencia en Tel Aviv hace sesenta años. Hoy Israel es un Estado moderno con una economía pujante. Valentí Puig se adentra en ese proceso y reflexiona sobre la relación histórica que ha tenido España con Israel.

La visita de Angela Merkel a Israel en marzo pareció ser la botadura de las celebraciones de sesenta años de existencia del Estado judío. El trato protocolario y su intervención ante la Knesset tuvieron rango de Jefe de Estado. Aunque los pensadores posmodernos nieguen la posibilidad de metarrelatos, la grandeza era inexorable en el reencuentro: sesenta y tres años después de la liberación de Auschwitz, la canciller alemana pisaba la tierra que fue nación tras un agitado sueño de siglos y decía: “El Holocausto nos llena de vergüenza a los alemanes”. Seguir las huellas de Adenauer agigantaba el gesto, porque “de los recuerdos tienen que salir palabras, y de las palabras, hechos”. El semanario Der Spiegel recordó que la relación de Merkel con Israel está muy influenciada por sus años de crecimiento y formación en la Alemania Oriental, porque el gobierno comunista negaba de forma categórica el Holocausto y consideraba que los comunistas habían sido las víctimas principales del nazismo. Rescribir la Historia ha sido siempre empeño totalitario porque seis millones de judíos aniquilados importaban menos que preservar la épica jurásico-comunista del contagio ineludible de la realidad histórica.

En la atroz dimensión estadística de la tragedia y el horror incluso contabilizan casos como el de Hannah Arendt y su madre abandonando Alemania sin documentos de viaje, por los bosques, en dirección a Praga, entonces ciudad-refugio de los alemanes huidos del nazismo. Madre e hija cruzan la frontera checoslovaca gracias a una familia cuya casa tenía la puerta principal en tierra alemana y la puerta trasera en territorio checo. Entrar por una puerta y salir por otra: breve laberinto por comparación con los cientos de miles de judíos de la Europa de los pogromos y los guetos, transportados como ganado hasta los campos de concentración en los que los oficiales alemanes se emocionaban escuchando los cuartetos de Beethoven, no lejos de donde Heidegger seguía formulando sus abstrusas verbalizaciones en torno al Ser.

En noviembre de 1947, la votación de la ONU tiene lugar en las afueras de Nueva York. El mandato británico en Palestina se divide en dos Estados, el judío y el árabe, con una zona internacional en Jerusalén. Truman pensaba en el voto judío-americano y una Unión Soviética proárabe también votó afirmativamente, a la espera de que el nuevo Estado desubicase a Gran Bretaña de Oriente Medio. Seis meses más tarde, Ben Gurion proclamó la independencia del Estado de Israel en el museo de arte de Tel Aviv. Aquel nuevo Estado –dice Michel Gurfinkiel en El testamento de Ariel Sharon– sólo era una sucesión de enclaves comunicados entre sí por estrechos corredores, vasto sobre el papel por la extensión baldía del desierto de Neguev, pero lo que importaba era el principio de una soberanía política: después del Holocausto, hacía falta un Estado, no importaba cuál, ni con qué superficie. “Una tierra sin un pueblo para un pueblo sin una tierra”, decía el lema sionista. Con el tiempo y las alineaciones de la Guerra Fría, el conflicto palestino-israelí expande sus concatenaciones por todo el Oriente Medio y, en manos de Arafat, hace de la comunidad palestina una de las peor lideradas del mundo. Con la segunda Intifada, la judeofobia se reafirma en la extrema derecha europea y sobre todo en la izquierda antiamericana y antiglobalización que equipara a Ariel Sharon con Hitler. Geoestratégicamente, es un conflicto de naturaleza reacia a la coexistencia. Al final queda localizada una paradoja muy asimétrica: el hecho democrático del Estado de Israel en choque permanente con el autocratismo del entorno árabe, lo que obliga, al menos periódicamente, a hacer uso del lenguaje de la fuerza dado que no hay otro lenguaje inteligible en la zona.

La retórica de la Liga Árabe perpetúa sus antinomias en cada giro del conflicto porque –como decía Abba Eban– nada ha dividido más al mundo árabe que el intento de unirlo. La presencia de Israel lo ha logrado en apariencia y de forma tan solo episódica. Pocas horas después de la retirada de las tropas británicas en 1948, los países árabes atacan el nuevo Estado. Fue el inicio de una ofensiva fundamentalmente aliviada por los acuerdos de Camp David con Egipto pero con una lacerante intermitencia en el proceso de paz palestino-árabe, hasta llegar a la impotencia actual del primer ministro Abbas –sucesor de Arafat– y el control de Gaza por parte del islamismo radical de Hamás. De los veintidós miembros de la Liga, ninguno puede ser homologado estrictamente como democracia.

La densidad dialéctica del debate sionista sedimentó dos estrategias en confrontación política: el Likud y el MAPAI, que iba a ser el germen de un laborismo hegemónico hasta los años setenta, de modo equiparable a la permanencia del Partido del Congreso en la India o los democristianos en Italia. Al fundar el partido Kadima, Ariel Sharon traza el atajo centrista hacia la pacificación. El enfrentamiento con Hizbolá en el Líbano, en verano de 2006, da un resultado ambivalente y descorazonador en el escenario de una crisis política en la que –según las encuestas– de nuevo asoma el Likud.

Cuando Ben Gurion proclama la independencia del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, el plan Marshall reconstruía la Europa libre, la división de la India se consumaba y Hideki Tojo, primer ministro japonés durante la Segunda Guerra Mundial, era ejecutado en Tokio. El bloqueo de Berlín en unos meses iba a impulsar la fundación de la OTAN. De aquel Estado igualitario que pretendían los fundadores del sionismo, los sesenta años transcurridos llevan a una sociedad con una economía plenamente liberalizada y reactivada por un proceso intensivo de privatizaciones. Del kibutz a los valles del high tech, Israel ha pasado por mutaciones impensables cuando Ben Gurion tomó la palabra y proclamó la independencia de Israel en Tel Aviv, hasta el punto de que sus empresas están en número significativo en el índice Nasdaq y asociadas con Sillicon Valley. Según algunas encuestas sobre cómo será Israel dentro de otros sesenta años, un cuarenta por ciento piensa que va a ser como ahora, un país sin paz y en tensión con sus vecinos; un 38 por ciento prevé dos Estados coexistiendo en paz; un doce por ciento ve un único Estado binacional con mayoría árabe y un diez por ciento un único Estado binacional con mayoría judía. Del Israel de las granjas colectivistas a la nación postindustrial y metacapitalista, los flujos financieros y tecnológicos interactúan en el mundo global con carácter de protagonista aventajado en la proyección de las telecomunicaciones y deslocalizando sus empresas. El joven ultraortodoxo ha resultado ser un niño prodigio del software. El postsionismo se broncea en las playas de Haifa. El “homo israelicus” de la epopeya sionista anda perdido entre los placas tectónicas de la memoria.

En España, para quienes llevaban largo tiempo deseando la apertura de relaciones con Israel, la espera concluyó en 1986 cuando el gobierno de Felipe González puso fin a una “anomalía histórica”, entre el ingreso de España en lo que hoy es la Unión Europea –entonces CEE– y el referéndum sobre la Alianza Atlántica. Había pasado demasiado tiempo. José Antonio Lisbona contó todo el proceso en el libro España-Israel (2002). En los años treinta, el primer gobierno de la Segunda República manifiesta su posición asertiva ante la creación del Hogar Nacional Judío en Palestina pero, en el momento de la votación de las Naciones Unidas, el régimen de Franco pasaba por la etapa de aislamiento internacional. El servicio exterior español estaba en la labor espinosa de romper aquel bloqueo, con demasiada frecuencia a merced del voto de unos países árabes hostilmente antisionistas. Las vicisitudes fueron de todo orden, hasta acuñarse la fábula de una “tradicional amistad hispano-árabe” que la dictadura de Franco utilizó con persistencia propagandística y en notoria contradicción con la historia de España y sus choques con el islam. El mito sedimentó utilitariamente en el servicio diplomático, más bien proárabe hasta la actualidad.

Al fundarse el Estado de Israel los instintos más exteriorizados del franquismo tienen signo falangista, antisionista y antibritánico. La prensa del régimen equipara sionismo con bolchevismo, aunque es justo recordar que la España de Franco, tan próxima al Eje y tan imbuida de la paranoia ideológica de una conspiración judeomasónica, dio instrucciones a sus consulados de proteger a los sefardíes: numerosos judíos asquenazíes salvaron la vida gracias a España después de la caída de Francia al cruzar los Pirineos y obtener salvoconductos que daban paso hasta Portugal y luego el desembarco en Ellis Island a la vista de América. Fue una política de visados muy explícita y una actuación sistemática en la que intervino con honor la diplomacia española. Con la transición democrática, el proceso no avanzó al ritmo que hubiese sido de esperar porque los viejos demonios atenazaban la derecha y la izquierda dudaba entre el tercermundismo y la complicidad debida con el laborismo israelí. La sombra de Nasser afectaba a ambas posiciones, como conexión arcaica con los caudillajes y la fascinación del mito panárabe. Llegaron luego las jornadas terribles del 11-S en Nueva York y del 11-M en Madrid.

Sigue siendo capital que las torres de David perduren.

Fuente: www.letraslibres.com


 
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