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Que se me pegue la lengua... por Luis Suárez (Académico de la Real Academia de la Historia, Premio Nacional de Historia de España en 2001, etc)


Aún recuerdo la emoción que sentía cuando por vez primera traspasé la puerta de entrada a Jerusalem. Sonaban en mis oídos los versos de la Biblia y me parecía ver colgadas las cítaras de los árboles.

Pero con mayor intensidad aún recordaba los términos de la carta que santa Teresa Benedicta de Jesús, antes Edita Stein, enviara al entonces cardenal Pacelli para que advirtiera al Papa Pío XI de la tormenta terrible de persecución que se aveci­naba.

No había error. El Pontífice no pudo contenerse y exclamó: «Pero si todos somos judíos». Estas palabras, que coinciden con algunos de los términos empleados por San Pablo, cobran un gran valor para los historiadores de hoy. Y también para los políticos. Es cómodo cargar sobre los hombros de un solo insensato, Hitler, la responsabilidad de uno de los sucesos más terribles en el acontecer humano. Pero el Führer y los nazis no hicieron otra cosa que recoger una trayectoria de negativa y persecución que, en Europa, data de las raíces de un demolido Imperio romano, aquel precisamente que intentara borrar de los mapas el nombre de Jerusalem. En cierto modo a todos incumbe una parte de responsabilidad.

Israel es un fenómeno singular en la Historia: un pueblo arranca­do de sus raíces y de su propio suelo, al que considera «eretz Yisrael», ha sido capaz de conservar su carácter de nación en la dispersión. Siempre algunos de sus miembros emprendían esa subida a Jerusalem que es una alliyah y no un simple viaje. La dispersión hubiera debido producir, como en todos los otros casos, una disolución del patrimonio, pero sucedió lo contrario: aminora­dos cuantitativamente los judíos eran capaces de recobrarse median­te nacimientos, y reforzaban la conciencia de su propia esenciali­dad trabajando y enseñando desde la Torah; y de este modo, lenta­mente, iban creando un patrimonio –yo me atrevería a decir que un tesoro– válido para ellos y también para todos los demás. Cuando llegaba el día de la Pessah se envolvían en esa nostalgia que se expresa en estos términos, «el año que viene en Jerusalem», que ahora no parecen necesarios.

Los grandes maestros judíos dieron una explicación religiosa a la Diáspora, interpretándola desde dos dimensiones: una especie de castigo por los pecados de Israel y, también, un proceso de purificación interna. Es el segundo de ellos el que más importa a los historiadores. Mediante un trabajo de siglos y como corres­ponde a una nación se ha estado construyendo una cultura de dimen­siones universales. Su valor, como entendemos muy bien cuando estudiamos a Gabirol o a Maimónides, no se refiere únicamente a su religión; se extiende a la persona y a sus relaciones con el mundo. España tiene una gran experiencia al respecto cuando recuerda las contribuciones de los conversos, como Juan de Ávila, Teresa de Jesús o sor María de Agreda a la conformación de su manera de pensar.

Así pues, desde un punto de vista histórico, debemos recordar, junto a las vergonzosas calumnias que fueron preparando la terri­ble tormenta del antijudaismo, ese crecimiento interior cuya comunicación se obstaculizaba precisamente por el odio. Recordemos lo que Einstein, judío, nos dijo: «Dios no juega a los dados». Los historiadores no tienen más remedio que acudir a numerosos nombres judíos cuando tratan de explicar el crecimiento de nuestra cultura. Pero también iban creciendo con los siglos las raíces del odio que a veces estallaban con violencia. Cuánta gente creyó en que había algo de verdad en ese libro fabricado en Rusia sobre los «Protocolos de los siete sabios de Sion». Incluso los católi­cos saltaban las páginas del Nuevo Testamento cuando había que recordar que «la salvación viene de los judíos». Y así en el siglo XIX, conforme crecía el racismo, también aumentaban los pogroms hasta culminar en el holocausto de 1943. No nos engañemos; la responsabilidad de esa tragedia no incumbe sólo a quienes la protagonizaron. Ellos eran herederos de una línea de conducta.

Hubo un despertar de la conciencia europea en la hora aciaga y muchas personas y países reaccionaron positivamente. España y Dinamarca podrían presentar una copiosa «lista de Schlinder». Lo entendería bien el rabino de Nueva York que el 21 de noviembre de 1975 pronunció en su oración la frase decisiva, tuvo «piedad con los judíos». Desde el siglo XIX nació, y precisamente en Alemania, la idea de que había que superar aquel gran problema buscando para los judíos un «hogar» en que pudieran vivir en paz, siendo nación con tierra propia. Las experiencias que se intentaron acabaron descubriendo una realidad: el único hogar válido era aquel «eretz» que el propio Yahvé señalara al pueblo de su elección. Durante la primera guerra mundial, al disolverse el Imperio turco y dar salida a los pueblos árabes, ya se aceptó por unos y por otros (doctrina Balfour) la conveniencia de estable­cer ese «hogar» judio. El término es expresivo, ya que se trataba de aplicar la palabra que se incluye en el nombre de Jerusalem, la paz. A fin de cuentas, recordaban los árabes que aceptaban la fórmula, Ismael e Isaac son los dos hijos de Abraham.

Para el mundo entero esta propuesta era una oferta de enriqueci­miento intelectual, ya que los judíos, desde la paz, podrían comunicar ese gran patrimonio que desde Rabi Abner hasta Martin de Buber significa un tesoro. Pero la paz es un elemento esencial. Así lo explica un gran amigo, Shlomo ben Ami. Y en 1947, cuando la ONU dio el gran paso adelante de otorgar a ese hogar las dimensiones administrativas de un Estado, cometió dos errores, no tomó las medidas para una seguridad en paz y tampoco estableció el Estado árabe palestino, dando a Transjordania la oportunidad de cambiar su nombre. Pensaban muchos que aquello no iba a durar, pues bastaría poco tiempo para que la descomunal superioridad musulmana arrojara a los judíos al mar.

De este modo se cerraban las grandes esperanzas y se ignoraba un punto definitivo: Jerusalem es la clave misma de la existencia de Israel y a la ciudad partían en dos las barricadas y las trincheras. Ese día en que yo llegué, volando desde Chipre, a Jerusalem, el avión de pasajeros estaba custodiado por cuatro aviones de caza.

La Iglesia católica sí respondió a la llamada, borrando de sus oraciones toda mención a la «perfidia» e instalando en ellas una petición en favor de Israel, el primer llamado. Parecía que estábamos saliendo de la perplejidad. Pero el Islam, aunque derro­tado con las armas, no ha cesado en su demanda clave: no quiere en modo alguno reconocer la legitimidad del Estado israelita. Y sin ésta no es posible que se ponga en marcha ese nuevo papel que corresponde a Jerusalem, ciudad judia ciertamente, pero hacia la que todos los pasos, en una nueva alliyah, tienen que dirigirse.

Una triste lección en nuestros días. El mundo occidental ha fraca­sado, por no percatarse bien de la esencia del problema, en aquello que era su deber esencial: que de nuevo reine la paz en Jerusalem; sin ella es absolutamente imposible que florezca el amor, bien ágape o philé como dirían los griegos, ni tampoco el progreso como crecimiento, según dijera entre nosotros Ortega y Gasset. Lo que sucede en ese rincón del mundo donde hace dos mil años nació el cristianismo no afecta sólo a judíos y palestinos; también a nosotros.

Necesitamos que el judaismo retornado pueda hincar sus raíces en esa tierra sagrada, como explicaba Nahmani­des a Jaime I. La guerra es siempre un vendaval que arrasa el gran patrimonio espiritual que guardan en sus cajas los judíos y nos devuelve a los profundos odios. Necesitamos disponer de los elementos fundamentales que nos permitan sustituir el odio por el amor a los judíos. Por eso me siento siempre invadido por esa profunda nostalgia: «Que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti, Jerusalem».

Fuente: La Razón (España)

 
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