Auschwitz, aquel infierno
El 27 de enero, como desde hace tres años, los países miembros de la Organización de Naciones Unidas conmemoran el Día del Holocausto. La fecha remite a un hito en la historia contemporánea: la entrada de los aliados en el campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, durante el helado invierno europeo de 1945, en un hecho que sirvió para dar al mundo una nueva dimensión del horror.
Las imágenes de aquellas montañas de cadáveres, las fosas colectivas, las pilas de objetos de oro, anteojos y dientes de las víctimas están instalados desde entonces en la memoria de la humanidad, y se superponen con los espectros de los sobrevivientes, fantasmas de delgadez cadavérica, que aún estaban en el campo al ingresar las tropas soviéticas.
Pequeña maqueta del infierno, con sus rectas vías ferroviarias, sus pabellones de piedra, sus chimeneas y hornos crematorios, Auschwitz fue el paradigma de una locura construida por un grupo de ingenieros de la muerte, y no haría falta nada más para explicar lo perverso e irracional del nazismo. El arco de entrada al campo, presidido por un cartel con la leyenda “El trabajo nos hará libres”, es un símbolo que exime de cualquier consideración.
Sin embargo, aunque la liberación de Auschwitz precedió en tres meses a la caída de Berlín y al derrumbe del Tercer Reich, 63 años después la exhibición de aquel horror no parece haber sido suficiente. Después de Auschwitz llegarían Camboya, Ruanda o Srebrenica, con las matanzas de bosnios musulmanes, y hoy hay pequeños Auschwitz diseminados por Asia, África y hasta no hace mucho América latina.
Muchos de los responsables de esos genocidios fueron tragados por los vientos de la historia, y de algunos de ellos nunca volvió a saberse. Otros reaparecieron años después, cuando sus perseguidores les dieron alcance, pero el tiempo transcurrido los había puesto al borde de una prescripción de hecho.
La Argentina estaba destinada a cumplir un rol importante en esa especie de absolución por el olvido, y en los años siguientes al fin de la guerra se construiría un estigma que le llevaría tiempo sacudirse. El ícono de Auschwitz, el doctor Joseph Mengele, encontraría un cálido refugio en estas playas, y Adolf Eichmann, el arquitecto del Holocausto, también.
Mengele, amo y señor de los prisioneros que llegaban al campo, a quienes seleccionaba para elegir las víctimas de sus experimentos genéticos, vivió en el Gran Buenos Aires y anotó con su nombre empresas y emprendimientos, firmó documentos y adquirió propiedades, y sólo tuvo que mudarse a Paraguay y luego a Brasil cuando el cerco de los cazadores comenzó a cerrarse sobre él.
Eichmann trabajó en empresas alemanas que no ignoraban quién era, aunque usaba un nombre falso, y su buena suerte cesó cuando fue capturado por un comando israelí en mayo de 1960. Tanto él como Mengele habían sido apenas dos nombres entre una lista de cientos que habían encontrado refugio en este país tan alejado del escenario de los horrores.
Durante la guerra, la Argentina había adoptado una dudosa neutralidad que en los hechos la haría estar en el bando de los vencidos, y tras la rendición de Alemania el gobierno peronista abrió las puertas a todos los fugitivos que quisieron venir. Las imágenes de Auschwitz ya habían dado la vuelta al mundo cuando el doctor Mengele visitaba a Perón en la residencia presidencial, y en la empresa automotriz alemana que lo empleaba, sabían quién era Eichmann cuando lo contrataron como operario.
Hoy el mundo mira a Auschwitz como quien ve una película, pero lo cierto es que ni Hollywood pudo imaginarse algo igual. El problema principal, con todo, no fue Auschwitz sino las ideas que lo originaron, y nadie podría asegurar que el mundo está inmune a una repetición de la historia cuando algunos hombres fuertes como Mahmud Ahmadinejad, el presidente de Irán, siguen lamentando que Israel no haya sido borrado del mapa.
¿Cuántos Ahmadinejad, disfrazados, quedan aún en la Argentina? Según las investigaciones más serias, entre 1947 y 1952 ingresaron al país unos 200 criminales de guerra, y un número incalculable de simpatizantes nazis, hayan sido alemanes, ucranianos, austríacos o croatas. Fue el país que más genocidas recibió y el que mejor los retribuyó con escondites, documentos falsos y negativas a los pedidos de extradición.
Hace unas semanas se lanzó en Buenos Aires la Operación Última Oportunidad, promovida por el Centro Simon Wiesenthal, que centra su esfuerzo en la captura de otro médico de la muerte, el doctor Aribert Heim, de 93 años, quien experimentó con prisioneros en Mathausen. Algunos indicios permiten suponer que también él anduvo por la Argentina, y tal vez todavía esté por aquí.
El Holocausto, como otros acontecimientos de la historia, no debería tener un día que lo conmemore, porque parece una reducción a una fecha determinada, como si fuese un nacimiento o una batalla menor.
Por su magnitud, por su enormidad, el Holocausto y quienes lo ejecutaron exceden con creces el calendario de las efemérides, y no debería olvidárselos el resto de los días que no son aniversario de la liberación de Auschwitz.
Fuente: La Voz del Interior
Las imágenes de aquellas montañas de cadáveres, las fosas colectivas, las pilas de objetos de oro, anteojos y dientes de las víctimas están instalados desde entonces en la memoria de la humanidad, y se superponen con los espectros de los sobrevivientes, fantasmas de delgadez cadavérica, que aún estaban en el campo al ingresar las tropas soviéticas.
Pequeña maqueta del infierno, con sus rectas vías ferroviarias, sus pabellones de piedra, sus chimeneas y hornos crematorios, Auschwitz fue el paradigma de una locura construida por un grupo de ingenieros de la muerte, y no haría falta nada más para explicar lo perverso e irracional del nazismo. El arco de entrada al campo, presidido por un cartel con la leyenda “El trabajo nos hará libres”, es un símbolo que exime de cualquier consideración.
Sin embargo, aunque la liberación de Auschwitz precedió en tres meses a la caída de Berlín y al derrumbe del Tercer Reich, 63 años después la exhibición de aquel horror no parece haber sido suficiente. Después de Auschwitz llegarían Camboya, Ruanda o Srebrenica, con las matanzas de bosnios musulmanes, y hoy hay pequeños Auschwitz diseminados por Asia, África y hasta no hace mucho América latina.
Muchos de los responsables de esos genocidios fueron tragados por los vientos de la historia, y de algunos de ellos nunca volvió a saberse. Otros reaparecieron años después, cuando sus perseguidores les dieron alcance, pero el tiempo transcurrido los había puesto al borde de una prescripción de hecho.
La Argentina estaba destinada a cumplir un rol importante en esa especie de absolución por el olvido, y en los años siguientes al fin de la guerra se construiría un estigma que le llevaría tiempo sacudirse. El ícono de Auschwitz, el doctor Joseph Mengele, encontraría un cálido refugio en estas playas, y Adolf Eichmann, el arquitecto del Holocausto, también.
Mengele, amo y señor de los prisioneros que llegaban al campo, a quienes seleccionaba para elegir las víctimas de sus experimentos genéticos, vivió en el Gran Buenos Aires y anotó con su nombre empresas y emprendimientos, firmó documentos y adquirió propiedades, y sólo tuvo que mudarse a Paraguay y luego a Brasil cuando el cerco de los cazadores comenzó a cerrarse sobre él.
Eichmann trabajó en empresas alemanas que no ignoraban quién era, aunque usaba un nombre falso, y su buena suerte cesó cuando fue capturado por un comando israelí en mayo de 1960. Tanto él como Mengele habían sido apenas dos nombres entre una lista de cientos que habían encontrado refugio en este país tan alejado del escenario de los horrores.
Durante la guerra, la Argentina había adoptado una dudosa neutralidad que en los hechos la haría estar en el bando de los vencidos, y tras la rendición de Alemania el gobierno peronista abrió las puertas a todos los fugitivos que quisieron venir. Las imágenes de Auschwitz ya habían dado la vuelta al mundo cuando el doctor Mengele visitaba a Perón en la residencia presidencial, y en la empresa automotriz alemana que lo empleaba, sabían quién era Eichmann cuando lo contrataron como operario.
Hoy el mundo mira a Auschwitz como quien ve una película, pero lo cierto es que ni Hollywood pudo imaginarse algo igual. El problema principal, con todo, no fue Auschwitz sino las ideas que lo originaron, y nadie podría asegurar que el mundo está inmune a una repetición de la historia cuando algunos hombres fuertes como Mahmud Ahmadinejad, el presidente de Irán, siguen lamentando que Israel no haya sido borrado del mapa.
¿Cuántos Ahmadinejad, disfrazados, quedan aún en la Argentina? Según las investigaciones más serias, entre 1947 y 1952 ingresaron al país unos 200 criminales de guerra, y un número incalculable de simpatizantes nazis, hayan sido alemanes, ucranianos, austríacos o croatas. Fue el país que más genocidas recibió y el que mejor los retribuyó con escondites, documentos falsos y negativas a los pedidos de extradición.
Hace unas semanas se lanzó en Buenos Aires la Operación Última Oportunidad, promovida por el Centro Simon Wiesenthal, que centra su esfuerzo en la captura de otro médico de la muerte, el doctor Aribert Heim, de 93 años, quien experimentó con prisioneros en Mathausen. Algunos indicios permiten suponer que también él anduvo por la Argentina, y tal vez todavía esté por aquí.
El Holocausto, como otros acontecimientos de la historia, no debería tener un día que lo conmemore, porque parece una reducción a una fecha determinada, como si fuese un nacimiento o una batalla menor.
Por su magnitud, por su enormidad, el Holocausto y quienes lo ejecutaron exceden con creces el calendario de las efemérides, y no debería olvidárselos el resto de los días que no son aniversario de la liberación de Auschwitz.
Fuente: La Voz del Interior